martes, 13 de junio de 2017

Crítica de arte: el Guernica

Guernica (1937). 3,49m x 7,77m, óleo sobre lienzo
Pablo Picasso es uno de los artistas que más me ha entusiasmado desde siempre, desde niña, desde que me compraron uno de esos libros de dibujos sobre un hombre que gustaba de vestir a rayas, tenía un estudio lleno de cosas super raras y pintaba caras, cuerpos y todo lo que se le ocurriera con formas de lo más extrañas. Desde luego, si tienes siete años, es para impresionarse. Pero quizás el genio de Picasso no reside en su capacidad para dejar ojiplática a una niña, sino en su increíble poder de dejar con la boca abierta a generaciones y generaciones, pasadas, presentes y futuras.

Hablar de él, de toda su obra, e intentar explicar todo lo que transmite y todo lo que me maravilla sería como para escribir cuatro entradas (mínimo); por lo que he creído más adecuado escoger uno de los cuadros más simbólicos y universalmente conocidos: el Guernica.

He tenido varias oportunidades de ver el gigantesco lienzo en persona y no ha habido una sola que pasara de largo. Es de esos cuadros que siempre tiene algo nuevo que decirte. Tenebroso, macabro, descarnado, trágico, agónico, desesperante... La lista de adjetivos se eterniza para el cuadro que retrató uno de los episodios más truculentos de la historia de nuestro país: el bombardeo de la villa vasca de Guernica a manos de la Legión Cóndor Alemana.

Personas que gritan y claman al cielo, mujeres que huyen heridas, brazos amputados, cabezas cortadas, animales que huyen despavoridos... Creo que el Guernica destila horror y maravilla a partes iguales. Horror por representar tamaña masacre. Maravilla por transmitir tanto gracias a una mano y un pincel. Desde luego es uno de esos cuadros que invita a la reflexión reposada, por paradójico que suene, de la histeria que refleja.

Cada elemento es un mundo en sí mismo y se presta a infinitas interpretaciones. Esa lámpara que parece un ojo que todo lo ve, esa mujer que llora a su hijo como si de La Dolorosa se tratase, ese brazo que después de cortado sigue aferrándose a la espada... Creo que todo tiene un sentido y que nada queda al azar en la composición. Pero si tuviera que decantarme por uno sería, sin duda, la paloma; el menos evidente y, para mí, el más ilustrativo. Tardé lo mío en descubrirla y desde que lo hice se me suele escapar la mirada. Ahí, entre el irónico toro y el caballo, oscura, discreta, escondida. ¿Una paloma de la paz, quizá? De la paz, sí, pero derrotada. En lugar de blanca Picasso la pinta con el mismo gris del fondo y, al igual que otros personajes, parece que grita al cielo desesperada. Todo un símbolo del horror y la barbarie que se respiraba en la época de la Guerra Civil.

De hecho, creo que la técnica cubista, con la deformación tan llamativa que provoca en los cuerpos, contribuye a incrementar esa sensación de locura, confusión y caos que sin duda debía respirarse cuando cayeron las bombas en Guernica. De hecho, me ocurre que tras mucho contemplarlo casi me transmite agobio ante tal mezcla de masas informes que se atropellan desesperadas por sobrevivir. Agobio y ganas de salir corriendo, de huir, pero no de la sala, sino del propio pueblo. Es una obra que consigue transportarme al 26 de abril de 1937, aunque solo sea emocionalmente, y me hace sufrir por y con los personajes. Ni siquiera necesita pintar ríos de sangre roja o figuras de colores para transmitir con más realismo una escena tan trágica. Solo mediante el blanco, el negro y toda la gama de grises que se le antoja, el pintor malagueño plasma la realidad del momento con una precisión asombrosa. Una realidad que no es física, sino emocional. Y eso se merece toda mi admiración y mi más profundo respeto.

Genio se escribe con P de Picasso.



Entrada escrita por: Marta Alonso-Patallo Estupiñán

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