“En la pintura –decía
Gauguin- se tiene que buscar más la sugestión que la descripción”. Y este cuadro, que titula El Cristo amarillo, a mí me sugestiona. No sé si será por las
reminiscencias que tiene con los amarillos de los girasoles, de algún autorretrato
o de El sembrador de Van Gogh o puede
que sea por la simplicidad de los trazos y los fuertes contrastes cromáticos. El
mismo Gauguin reconoce el poder emocional del color cuando se utiliza para
sugerir la emoción en el observador.
Con este trabajo,
Gauguin tira por la borda mucho lastre y sin ataduras comienza un camino de
libertad creativa en continua búsqueda del paraíso perdido. Atrás queda el
Impresionismo y, allá lejos en el futuro incierto, el Fauvismo. Y en medio,
está la materialización del Cristo policromado del siglo XVII de Trémalo. Una
especie de intento por liberarse de la civilización y adentrarse en los mundos
rurales bretones. Admiro que en él, poco a poco, se produzca la metamorfosis
del salvaje: de la falsedad a la
autenticidad, del progreso a la ingenuidad, de las complicaciones familiares a
la simplicidad selvática, de captar el momento al simbolismo de la realidad
donde se consigue esa unión del arte con la vida. Esa unión provoca que la obra
del autor vaya evolucionando a la par que su vida: por ejemplo, igual que Paul
se libera de su familia, de su país, de tantas ataduras, su color también se
libera de esa dependencia que tiene con los objetos, el color avasalla a la
forma y a los convencionalismos, y triunfa por encima de todo.
Subrayo de esta obra su
sintetismo. Este cuadro sintetiza lo sacro y lo profano, el Románico con el
arte japonés, el color y la forma, el color antinatural con el vivo color
expresivo, la claridad de lo representado con el misterio de la visión, el
simbolismo con la búsqueda plástica, el catolicismo tradicional con los
rituales ancestrales, la síntesis del hombre y la naturaleza. En el fondo es lo
que se busca: síntesis.
El Cristo tiene los
rasgos de Gauguin. Este cristo-gauguin es también ese hombre que salta el muro
en medio del lienzo, dicen que por evasión; puede que sea por evasión, pero de
la civilización, de los caminos trillados, para andar en continuo ensayo: del
amarillo al naranja tahitiano, del crucifijo al ritual pagano. Aquí también hay
síntesis. Gauguin fue un revolucionario como el Cristo que pinta, que son
capaces de romper hasta con sus orígenes: si Cristo tiene que purificar el
templo a base de latigazos a los comerciantes, Gauguin tampoco tiene problema
en buscar el predominio del color aunque tenga que pintar un Cristo de
amarillo, cuando este color puede representar la envidia, la falta de
sinceridad o la hostilidad. Eso es provocación. Pero es que toda ruptura tiene que
ser así, aunque duela como los latigazos.
Este Cristo, con rasgos de Gauguin, volverá a aparecer en Autorretrato con el Cristo amarillo, allí aparece como en una
especie de tríptico que forma con el autorretrato del pintor y el jarrón con su
figura. No son tres personas en una como la Trinidad, sino una especie de tres
manifestaciones de la misma persona: es la lucha artística del salvaje, su
combate estético hecho símbolo.
En esta obra, descubro
un artista con un genio místico primitivo que busca la mística de lo natural,
de las zonas vírgenes, de los paraísos primigenios, de la inocencia primera. Y
así, este Cristo civilizado por el catolicismo se convierte para Gauguin en un
sol adorado por silvestres bretonas en medio del campo.
J.Plasencia
Excelente comentario sobre la obra de Gauguin
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