domingo, 13 de abril de 2014

El “pincelscopio” de Van Gogh


Uno de los pintores más célebres del postimpresionismo y de origen holandés, Vincent Van Gogh (1853-1890) realiza, en 1889, un óleo sobre lienzo (73.7x92.1 cm.) de los más célebres del arte moderno, hablamos de La Noche Estrellada. Perteneciendo a una colección de casi mil creaciones, esta obra fue pintada, en una región costera al sur de Francia, el año previo de su pronta muerte.

Sobre este pintor y La Noche Estrellada, en concreto, se ha reflexionado a lo largo del tiempo con artistas, historiadores y críticos. Nosotros no pretendemos adentrarnos en aspectos personales del autor; aunque sea inevitable, a veces, eludir episodios relacionados con su psicología, estado emocional o, por ejemplo, el archiconocido y esperpéntico acontecimiento de la oreja. Tampoco vamos a permitir que teorías e interpretaciones contaminen nuestra propia visión y deleite de La Noche Estrellada. Pretendemos, eso sí, que los trazos del lienzo peinen la imaginación al estilo de cada uno. Como telescopio, el pincel mostrará el camino de un paisaje vivo en una noche de verano.

Magia y color en las noches de Van Gogh

En verano el calor diurno invita a tomar el fresco cuando bajan las temperaturas al anochecer; caballete y artilugios de pintor en mano, Van Gogh decide, como buen remedio de relajación contra el insomnio, pintar el paisaje cercano a su residencia de por aquel entonces. Las altas temperaturas se ven reducidas con pinceladas de corte impresionista y colores fríos —en diferentes tonalidades, donde los azules prevalecen sobre los verdes—, pero la escena no se apaga, ni se oscurece por completo; Noche cobra vida, al mismo tiempo, con colores cálidos complementarios —sobre todo amarillos vivos: verdosos y anaranjados—. Su estilo estimuló a generaciones enteras de artistas. La maestría de la luminosidad a través del color es uno de los rasgos más característicos del pintor. Existen, además del color, otros elementos plásticos que desvelan nuestra atención en la noche.

¿Recordáis el relato de Las habichuelas mágicas? ¡Exacto! el cuento aquel donde un niño cambia una vaca por unas semillas. Cuando éstas son arrojadas contra el suelo, nace un tallo colosal capaz de sobrepasar los límites del cielo. Siendo el elemento de mayor volumen en la pintura, además, situado en primer plano, el ciprés recuerda a dicho acontecimiento mágico: es nexo de unión entre las dos partes del cuadro. A modo de catalejo, el pincel nos acerca a la escena inferior, la que hace referencia al pueblo; mientras que para pintar la parte superior y aumentar las dimensiones reales de los cuerpos celestes, Van Gogh usa el “pincelscopio” —el pincel como telescopio—. Apuntan hacia arriba, tanto el árbol como el tejado con forma de aguja. El pintor quiere que nuestra mirada se centre en esa especie de aurora boreal que se concentra en el firmamento de La noche estrellada.

La noche estrellada (1889), de V. Van Gogh (1853-1890)

De la existencia al ensueño

Siguiendo los itinerarios establecidos por el artista, vamos a navegar por las direcciones del cuadro de la siguiente forma: de abajo hacia arriba y desde la izquierda hasta la derecha. Con líneas gruesas y trazos oscuros, Van Gogh define las casas y los edificios del pueblo; las pequeñas pinceladas de amarillo, nos indican que no es demasiado tarde, porque todavía hay luz y calor en algunos hogares. Se crea tensión y dinamismo por el contraste entre la vegetación —pinceladas de verde formando lineas curvas, como si fuesen uñas de gato— y el monte, —con trazos discontinuos colorea de azul la falda; y remarca, como con las casas, el contorno del horizonte—.

¿Preparados para llegar al espacio, al nivel superior, que nos transportará a un mundo onírico, mágico, de ensueño? El pintor holandés utilizará para separar el cielo y la tierra una especie de bruma, de pinceladas largas entre azules y blancas bañadas por el reflejo estelar.

Ahora, la gravedad ha cambiado al igual que la perspectiva: flotamos entre corrientes atmosféricas que se entrelazan haciendo espirales. En este nivel Van Gogh nos hipnotiza con pinceladas rítmicas hacia diferentes direcciones, y gradaciones de color: azul, blanco, verde y amarillo. Si somos propensos a marearnos en viajes con demasiadas curvas, el holandés ha colocado doce puntos resplandecientes donde podemos descansar la mirada. Cada estrella o planeta desprende un halo de luz cálida que lo envuelve; según el tamaño e intensidad con la que brilla, nos podemos hacer una idea de la lejanía del mismo respecto a la Tierra. Sin embargo, la luna creciente destaca por su tamaño en comparación con el resto de cuerpos celestes: el amarillo intenso forma el cuerpo y se suaviza el tono para envolverla con el mayor halo lumínico. Aunque las estrellas y la luna parecen fijas, el brillo y las corrientes del cielo favorecen al ritmo y al dinamismo de la composición.

Ya advertimos al principio que hemos tratado de esquivar la vida del autor y sus contratiempos. Nos entusiasma sólo la magia y la grandeza en La Noche Estrellada. ¿Por qué? Porque la pintura, como acto de expresión, siempre llevará impregnado algo de su autor, y de la interpretación del que atiende, ineludiblemente. Por lo tanto resulta más que suficiente que la obra fue, y será, una ventana al mundo de Van Gogh. Gracias a él nos hemos recreado contemplado los colores que dan vida a la noche, hemos viajado al espacio exterior para admirar la magnitud del universo, y hemos regresado por el mismo tallo por el que habíamos ascendido.  

Puedes revivir tu propia expedición, siempre que quieras, visitando in situ la pintura en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa).




Por Víctor Manuel Arenas



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